Capitulo Tres: "Isis me Susurro en Sueños".



Las noches no eran descanso. Eran retorno.
Cuando el templo cerraba sus ojos de piedra y el incienso se disipaba en el cielo estrellado, Nefer dejaba de ser una niña.
Se convertía en un eco.

En ese espacio suspendido entre la vigilia y el sueño, comenzaban los verdaderos rituales. No con cánticos, sino con memorias. No con palabras, sino con símbolos vivientes que brotaban desde un origen que no conocía en esta vida… pero sí en alguna otra.

La diosa Isis no descendía. Emergía.
Desde su sangre.
Desde un rincón antiguo que habitaba en su pecho desde antes de este nacimiento.
Nefer soñaba, o al menos eso creía. Pero en realidad, no eran sueños, ella recordaba.

Los sueños eran puertas.
A veces eran corredores infinitos, donde velas invisibles se encendían al paso de sus pies descalzos. Otras veces, eran ojos cerrados en la piedra que se abrían solo para ella.
Y siempre… Isis.
No como figura ajena, sino como madre interna. Una voz sin sonido que hablaba desde lo profundo del alma.

Una pluma flotando en agua.
Una serpiente coronada en una flor de loto.
Un ojo llorando luz.
Ella lo entendía todo sin comprender nada. Era el lenguaje del alma.

A los diez años, al despertar, sus manos escribían en la arena. Frases que no venían de ningún libro, himnos que ninguna niña podría inventar.
La arena era su papiro secreto.
Siete líneas cada mañana. Siempre diferentes. Siempre verdaderas.
Las sacerdotisas comenzaron a observarla con más atención. No con sospecha, sino con reconocimiento.

Madre Tiyem fue la primera en decirlo en voz alta:
—“Ella no es nueva. Ella ha vuelto.”

Y así, durante la luna llena, fue llevada al lago sagrado.
El agua no solo lavó su cuerpo. Lavó también los restos del olvido.

Al salir, le dibujaron un símbolo en la frente. Azul como el cielo al amanecer.
—“Ya no eres hija de Hemut”, le dijeron.
—“Eres hija de la noche, y voz de la Dama del Trono.”

Esa noche, Nefer soñó con una túnica púrpura que se tejía sola sobre su cuerpo. Isis, con ojos que contenían todas las fases de la luna, le entregó una daga dorada.
—“No es para herir” —susurró—, “es para cortar el velo entre los mundos.”

Y así fue.
Desde entonces, Nefer veía lo invisible.
Los KA danzaban a su alrededor como mariposas de luz.
Sabía cuándo una emoción se convertía en sombra.
Sabía cuándo un templo se enfermaba.
Sabía cuándo un alma partía… porque podía verla elevándose como humo sagrado.

Hablaba poco.
Porque ya no necesitaba hacerlo.
Cada silencio suyo parecía contener un mensaje.
Y cuando hablaba, los ancianos del templo inclinaban la cabeza.

Cada luna llena, una figura aparecía en sus sueños.
Una mujer de belleza serena, coronada, vestida con la memoria de un linaje antiguo.
Le tomaba las manos y le decía:

—“Nos volveremos a encontrar.”

No necesitaba saber su nombre.
Porque en algún rincón de su alma…

Ya la había amado... no como amantes sino como dos mitades que se reconocerían...



                                      Williams Ravello...

 

 

 

 

 

 


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