Capitulo Dos. "El Nacimiento bajo la Luna".
No hubo comadrona.
no hubo canto.
No hubo celebración.
Solo el murmullo del viento arrastrando la arena en una aldea perdida a orillas del Nilo, cuando la luna estaba más llena que nunca. Aquella noche, los perros no ladraron, las palmas no crujieron y las estrellas parecían contener la respiración. Todo el mundo parecía saberlo: algo más antiguo que el tiempo estaba regresando.
Una mujer joven, de manos sanadoras y ojos tranquilos, yacía sola en una choza de barro. Su nombre era Henut, curandera de linaje incierto y corazón sabio. Nadie acudió a su lado. Tal vez el universo así lo quiso: que su hija llegara en total silencio, sin el ruido humano que enturbia los portales entre mundos.
Cuando la criatura emergió de su vientre, no lloró.
Simplemente abrió los ojos, oscuros como el cielo antes del amanecer, y los dirigió hacia la luna, como si la reconociera... como si algo en ella recordara haberla amado antes, desde otro cuerpo, desde otra vida.
Henut, agotada pero en paz, envolvió a su hija en lino púrpura. Nadie supo por qué eligió ese color. Quizás fue guiada por manos invisibles, por memorias que no eran suyas. Ese fue su último acto. Murió en silencio, con una expresión serena, como si supiera que su tarea estaba cumplida.
Los ancianos de la aldea llegaron al amanecer, alertados por el silencio. Hallaron a la madre muerta, pero al ver a la niña envuelta en púrpura, despierta y en calma, algo los estremeció. Una anciana vidente, con ojos nublados por los años, fue la primera en hablar:
—Esa niña no es solo una niña. Hay una sombra dorada sobre su alma... es un espíritu que ha vuelto.
El padre de la criatura, un escriba de bajo rango en el templo de Sobek, no encontró palabras. Era un hombre de signos y relatos, pero lo que sus ojos veían no estaba en ninguno de los papiros sagrados. Movido por una intuición que lo superaba, llevó a la niña al templo de Isis.
Las sacerdotisas la aceptaron sin preguntar. Sintieron su presencia antes de que cruzara el umbral.
Allí, recibió su verdadero nombre:
Nefer Setkme, la bella guardiana del silencio.
Creció entre columnas antiguas, cánticos nocturnos, incienso espeso y rollos de papiro cubiertos de símbolos que para ella no eran misterio. Donde otros veían dibujos, ella leía advertencias, plegarias y profecías. Donde otros escuchaban ecos, ella oía instrucciones antiguas, como si las piedras mismas le hablaran.
El templo se convirtió en su madre. Las sacerdotisas en sus hermanas. Pero la niña siempre supo que no pertenecía del todo a este mundo.
A los siete años, fue hallada dormida sobre el altar de Isis, con un escarabajo vivo sobre la frente. Nadie entendió cómo llegó allí. No había forma de que un insecto cruzara los sellos sagrados sin ser visto. Las mujeres del templo se arrodillaron.
—El alma ha despertado completamente —dijo la gran sacerdotisa con voz temblorosa—. Ya no es una niña. Es un canal.
Desde entonces, Nefer Setkme dejó de hablar como una infante. Su mirada se volvió profunda, y su silencio era más elocuente que mil voces. En ella habitaba una fuerza que no entendía del todo, pero que reconocía. Una memoria antigua como el Nilo, que la llamaba desde el fondo de los tiempos.
Y la luna, su testigo y su aliada, la seguía cada noche, como un ojo protector. Porque aquella que nace bajo su luz no solo vive... Recuerda.
Williams Ravello...

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