Capitulo Cinco. "El Don del Escarabajo".



 Al amanecer del equinoccio, cuando los rayos del sol tocaban por primera vez la entrada del templo de Ra, Nefer Setkme fue llamada en silencio.

El mármol del suelo parecía murmurar antiguos salmos bajo sus pies descalzos, y el aire tenía una gravedad distinta, como si el universo contuviera la respiración.

Sabía que algo iba a cambiar.
Lo presentía en su pulso, en el zumbido leve que resonaba en su pecho desde la noche anterior.
Pero no imaginaba la magnitud.

Fue guiada hasta el santuario interno, el lugar donde solo los iniciados de corazón puro eran convocados. Allí, bajo la luz inclinada del amanecer, la esperaba una caja de madera, adornada con símbolos de eternidad, serpientes entrelazadas y ojos que todo lo ven.

Frente a ella, el sumo sacerdote —un anciano de mirada sin tiempo— no dijo palabra.

Sus manos temblorosas abrieron la caja con una reverencia que rozaba el miedo.

Dentro, reposaba un escarabajo de oro.
Sus alas eran de lapislázuli, extendidas como si acabara de alzar el vuelo.
Y en su lomo brillaba un jeroglífico que no parecía tallado, sino vivo, encendido desde adentro por una luz antigua.

—“Esto…” — dijo el anciano — “no es un amuleto, Es un legado.
Perteneció en el pasado a una sanadora del templo de los grandes sabios.
Nadie ha podido despertar su poder… hasta ahora.”

Nefer Setkme apenas respiraba.
Extendió las manos, y cuando el escarabajo tocó su piel, sintió como si el mundo se detuviera.

Un pulso de energía recorrió su cuerpo.
Sus ojos se cerraron sin quererlo, y en la oscuridad interior vio:
Ella misma, en otra forma, en otro tiempo.
Vestida de lino dorado, tocando cuerpos que sanaban al instante.
Sus manos hablaban lenguas olvidadas.
Su cuerpo danzaba entre columnas de fuego y agua.
El tiempo se doblaba a su voluntad.

Desde ese día, el escarabajo no la abandonó.
Lo llevaba oculto entre sus vestiduras, cerca del corazón.
Cuando un enfermo llegaba al templo, lo colocaba sobre su pecho y entonaba los cantos sagrados.
La fiebre descendía.
El dolor se desvanecía.
Las almas encontraban descanso.

Pero con el don, llegó también el peso.
Las visiones se intensificaron.
Ya no eran solo sueños: eran memorias.
Llamados de otras vidas que la despertaban llorando.

Veía guerras que aún no habían ocurrido.
Veía templos en ruinas, con su nombre escrito en las piedras.
Veía su rostro reflejado en tumbas aún sin construir.
Y en cada visión, algo dentro de ella se quebraba un poco más.

Una noche, mientras la luz de luna tocaba su frente, el escarabajo brilló por sí solo.
Y entonces… una nueva inscripción apareció sobre su lomo:

“Aquel que sana, también debe recordar.”

Nefer Setkme comprendió entonces que aquello no era solo un don.
Era una llave.
Un umbral.
Una puerta abierta a la totalidad de su ser.

A sus virtudes.
Y a sus sombras.
A sus poderes… y a sus pérdidas.

Comenzó a recordar no solo lo que fue, sino a quién dejó atrás.
Amores olvidados.
Promesas no cumplidas.
Vidas que ya no podía tocar.

Y con cada recuerdo, una tristeza suave la abrazaba.
No de arrepentimiento, sino de distancia.
De saberse viajera eterna.
Alma que reencarna no por azar, sino por destino.

Sanar no era solo curar a los otros.
Era llevar en sí misma la cicatriz de cada era vivida.
La memoria de lo sagrado.
Y también, la herida de la separación.

Y aun así, no podía —ni quería— volver atrás.

Porque ya había cruzado el umbral.
Porque su conciencia ya era vasta.
Porque su alma, como el escarabajo, sabía que el viaje es siempre hacia el sol.
Hacia el centro de uno mismo...


                                            Williams Ravello...

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